Me habían dejado en bragas. Metafóricamente, claro, pero así
era.
Caperucita, o como quiera que se llamase esa hija de su madre, me había jodido pero bien.
Caperucita, o como quiera que se llamase esa hija de su madre, me había jodido pero bien.
Cuando la conocí todo era maravilloso, siempre salía el arcoíris
y brillaba la luna al anochecer. Comíamos perdices, por supuesto; ellas solitas
se metían en la cazuela. Me sentía pleno a su lado, feliz como un
gorrino.
Un buen día la llevé a un claro del bosque. Las luciérnagas
iluminaban a nuestro alrededor y entonces me arrodillé y le pedí matrimonio. Le
regalé el diamante más gordo que jamás había visto. Ella aceptó, por supuesto y
yo me moría de amor.
Así vivimos dos meses, prometidos y felices y nos casamos en la
más bella iglesia de la villa. Mis invitados reían y cantaban felices en el
banquete. El suyo se limitaba a mirar el reloj. Su único invitado, un tal Señor
Lobo. Un señor muy educado; y pulcro hasta el extremo. No me gustaba pero al
fin y al cabo era su mejor amigo y sus amigos eran mis amigos.
Aquella misma noche, la noche de bodas, el Señor Lobo no tenía
donde dormir así que, en un acto de bondad y amor hacia mi mujer lo invité a
dormir en nuestra casa. Cuál fue mi sorpresa cuando me vi a mí mismo durmiendo
en el sofá; y al Señor Lobo metido en mi cama con mi mujer. Desde luego no era
la noche de bodas que me imaginaba pero si ella era feliz yo también.
Qué inocencia la mía.
Qué inocencia la mía.
Al día siguiente ninguna perdiz se presentó en la cazuela y esto
ya vaticinaba un cambio, pero dentro de mi extrema estupidez no le di la menor
importancia. Ni a esto ni al hecho de que en las dos siguientes semanas, mi
mujer sólo apareciera en casa para cambiarse de ropa. Estaba muy ocupada
ayudando a su abuelita a tejer patucos para nuestros futuros hijos. Y yo,
nuevamente como un tonto, me lo creí.
Aquel día hacía justo un mes de nuestro enlace y me fui a cazar perdices, a ver si así conseguía volver a comerme alguna. Me tuve que conformar con un par de palomas cojas a las que convertí en un auténtico manjar. Lo mejor para mi Caperu.
Ella se presentó diez minutos tarde; bellísima, con una belleza exultante que nunca antes había mostrado. Era una belleza feroz, peligrosa, encendida. Llevaba un precioso lazo rojo en el cuello que reconozco, me tenía hipnotizado.
-
¿Quieres verlo más de cerca? Me dijo flirteando.
Se acercó a mí mientras se desanudaba el lazo y me rodeó con él
desde atrás. Dio un fuerte tirón y no paró hasta que exhalé mi último
aliento.
No podía comprender por qué mi amada mujer, mi Caperu, me había
asesinado a sangre fría, no pude, hasta pasados dos minutos, cuando el Señor Lobo
abrió la puerta.
-
Querida, yo limpiaré todo rastro, tú ve a descansar y enseguida
estaré contigo.
Por lo visto, esa hija de una hiena, ni siquiera me dio el honor
de ser su primera víctima. Mi querida exmujer y el Señor Lobo eran una pareja
de profesionales. Sí, de esos que se encargan de liquidar a todos los hombres ricos
con los que se van topando. Ella los mataba y Lobo lo limpiaba todo, era un
maldito obseso de la limpieza. Después se pulían la herencia y buscaban un
nuevo idiota al que desplumar.
Eran infalibles.
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