Su vida nunca fue ideal pero jamás se quejó sin razón. Era
un chico tranquilo, disfrutaba de su soledad devorando series que nadie conocía
y fumando hierba en su salón. Su casa no era la mejor de la ciudad pero tampoco
la peor y eso le bastaba. No tenía ascensor y era un piso alto pero desde su
ventana tenía una vista impresionante de la ciudad y allí, desde las alturas
observaba la corriente de la vida y a los habitantes navegando firmemente en la
misma dirección, remando todos a una; todos, menos él.
Las habitaciones no eran
muy grandes pero tenían bastante luz cuando salía el sol: cuatro o cinco días
al mes. Al menos no tenía vecinos encima que le molestasen pasando la
aspiradora a las 12 de la mañana un sábado cualquiera.
Se levantaba tarde cada mañana porque se acostaba tarde cada
noche. Cuando abría los ojos los primero que veía era a Lana, totalmente
enroscada en la almohada y profundamente dormida. A veces, por la noche Lana, le
daba una patada o dos; porque los gatos cuando sueñan no se están quietos ni
aunque quieran. Dormía sin pijama porque cuando llegaba a casa estaba tan
cansado que ni siquiera se cambiaba de ropa; se quitaba los pantalones y los
zapatos y se dejaba caer en la cama aún deshecha.
Su trabajo tampoco era el
mejor del mundo pero al menos le daba para vivir a gusto y pagar sus facturas
sin hacer dramas.
No sabría explicar a qué olía en su habitación. A mí me olía
a vida, a diversión, a paz y a libertad. Quizás a los demás les olía a cerrado
o a humedad. Él no tenía mucho tiempo para limpiar ni para recoger pero la verdad
es que para no tenerlo su casa estaba siempre ordenada en su desorden.
Aquella mañana fue Lana la que lo despertó, de una patada
gatuna en la barbilla. Abrió los ojos a las tres de la tarde, aún cansado. Todo
su cuerpo se resentía de la paliza que le había dado la noche anterior. Estuvo
trabajando toda la tarde y toda la noche mientras los demás, en el otro lado de
la barra se reían a carcajadas y se emborrachaban con los cócteles que él les
preparaba. Todas aquellas personas felices celebrando la entrada del nuevo año,
regalando sueños e ilusiones por allí donde pasaban. Gritando propósitos y
gilipolleces navideñas y él allí, atrapado sin poder moverse, sobrio tras la
barra del bar de cada noche.
Prometía ser la misma Nochevieja de los años
anteriores, exactamente igual. Cerraría por la mañana medio muerto y sin ganas
de celebrar nada, porque la verdad es que no había nada que celebrar. La rutina
no se celebra, sólo se mantiene. Además, este año en especial qué coño iba a
celebrar. Su novia se había largado hacía exactamente 6 meses y todo apuntaba a
que nunca volvería. Y la echó de menos, durante un par de horas o eso fue lo
que me contó.
Le iba a estallar la cabeza y todo el cuerpo tras ella. Se
levantó como pudo y fue hasta el baño. Por el camino pisó calcetines, sábanas,
su pantalón y unas medias. Se lavó la cara con agua helada para ver si así su
cabeza reaccionaba. Se miró al espejo y se vio cansado, abatido pero sus ojos
claros brillaban más que ninguna mañana.
Entre el bullicio de los borrachos y el olor a humanidad sus sentidos estaban aturdidos y ni siquiera
me vio entrar. Me acerqué a la barra y le pedí un gintonic a uno de sus
compañeros. La primera vez que lo miré apenas me fijé en él. No fue, hasta
pasadas las dos, cuando nuestras miradas se cruzaron. Ya no pude dejar de
mirarle. Pasé toda la noche oyendo las voces de las personas que me hablaban a
gritos sin hacerles ni puñetero caso. Bailé toda la noche cada una de las
canciones que sonaban, me gustasen o no y la verdad es que, simplemente, no
podía dejar de mirarle. Me dolían los pies y no me daba cuenta.
Salí a fumarme un cigarrillo rompiendo un año más el menos
sincero de todos los propósitos, seguido del de “mañana me apunto al gimnasio”
y el de “este año aprendo inglés”. Me apoyé en la pared y lo encendí. Lucía me
contaba una de las doscientas broncas que tenía con su marido, o eso creo, la
verdad es que me podría haber contado que le había tocado la lotería y le
habría dado la misma respuesta:
-Ese tío en un capullo Lu. Te mereces algo mejor.
Debí acertar porque no se sorprendió de la respuesta.
Él también había salido, estaba a mi lado. Sacó un
cigarrillo y me miró y yo le devolví la mirada, encantadora y feroz, a partes iguales.
-Disculpadme chicas, ¿tenéis fuego?
Saqué el mechero y le encendí el cigarro mirándole fijamente
a los ojos. Como una leona a punto de lanzarse sobre el cuello de algún pobre
herbívoro. Lucía desapareció, o más bien la hice desaparecer, no sé ni cuándo ni
por qué volvió a entrar pero en mi cabeza sólo había una idea: saber qué escondían
aquellos ojos claros.
- No eres de por aquí, ¿verdad? Me desconcertó.
¿Tanto se notaba? A lo mejor iba dando la nota, como siempre. La discreción no
es lo mío, pero vamos que no creí que fuera tan evidente. Su curiosidad
alimentaba la mía.
- No. He venido a ver qué hay en esta ciudad.
Supongo que no fue la mejor frase, pero tampoco se me ocurrió otra manera de
parecer desinteresada cuando por dentro estaba a punto de estallar en llamas y
arrasar todo cuanto se cruzase en mi camino.
- Esta noche tenemos un menú especial de borrachos,
petardos y villancicos. Alguna bronca minoritaria, mucho cachondeo y chicas
guapas.
Le hubiera desnudado en ese mismo instante, allí, en la
puerta de aquel antro hortera. Tenía algo que no sabría describir. Mis
extremidades querían obviar mis órdenes y tomar el control.
- Me gusta, creo que me quedaré un rato más. Mis
amigas aún no están lo suficientemente borrachas como para ser divertidas.
- ¿Quieres que las emborrache hasta el límite?
- Te lo suplico.
Me giré descarada y volví a entrar en el bar. Una extraña
punzada de seguridad se adueñó de mí cuando noté cómo sus ojos recorrían mi
cuerpo desde la nuca hasta los pies.
Él entró a la barra como un huracán, unos minutos más tarde y
regalé la mejor de mis sonrisas o eso me pareció a mí; porque la verdad es que
él me devolvió una sonrisa pícara en la que claramente se leía: “Vaya pedo
llevas morena”.
Como profesional, el chico era un diez, cosa que en aquel
momento me importaba un bledo. Mis
queridas amigas empezaban a hacer y decir cosas sin sentido, a bailar a
destiempo a celebrar el amor que nos teníamos todas; Vero se casaba, por eso
estábamos allí.
La verdad es que a eso de las seis estábamos prácticamente
solas. Sólo había tres clientes más que intentaban desesperadamente ligar con
alguna de nosotras. Muy educadamente mandé a la mierda al más espabilado de
todos, que intentaba de todas las maneras posibles agarrarme de la cintura cada
vez que me despistaba. Lucía se morreaba con el más guapo y olvidaba sus
problemas maritales, lo cual me alegró pero tampoco en exceso. En mi cabeza
sólo había sitio para una cosa.
A las seis y media apareció un taxi para recogernos y yo ni
siquiera me había enterado de que lo habían llamado; y cómo me alegré cuando me
di cuenta de que las cinco no cabíamos; éramos seis pero estaba claro que Lucía
no dormiría con nosotras.
Se fueron sin mí, como casi siempre sucedía.
- ¿Quieres que te llame un taxi o te sirvo otra
copa? Lo sensato habría sido decirle que me llamase un taxi pero a esas horas
la sensatez ya está acostada y en fase REM.
- Me la tomaré si tú te tomas otra.
- Con mucho gusto.
Sus compañeros, que veían venir el asunto se esfumaron como el humo cinco minutos después de mis amigas. Ni él ni yo nos dimos cuenta de que estábamos solos en el
bar hasta las ocho. Bebimos y hablamos, no podíamos dejar de hablar ni de
reírnos y ni siquiera recuerdo de qué estábamos hablando y esta vez juro que sí
que me importaba.
- ¿Te importa si bajo la persiana? Tendría que
haber cerrado hace un par de horas y no quiero que se nos cuele una panda de
mañaneros.
- Y… ¿si te invito a desayunar? No conozco ningún
sitio pero seguro que tú sí.
Cogimos los abrigos, apagamos las luces y salimos a oscuras.
Quizás debería haberle mordido en ese mismo instante pero no me gusta
aprovecharme de la oscuridad ni que ella se ría de mí impidiéndome disfrutar de
retener en mi mente unas imágenes así. Así que salimos.
Hacía un frío propio del uno de enero a las ocho y media de la
mañana pero al menos no llovía, aunque la calle estaba mojada; de lluvia y de
alcohol, de confeti y serpentinas deshechas. Jamás había visto tantas colillas
en el suelo ni copas por la acera. Parecía que la ciudad entera había decidido
no utilizar una maldita papelera durante años. Me gustaba su voz.
No recuerdo
bien cómo empezó pero íbamos cantando I
want to break free a pleno pulmón. Hacía años que no me sentía tan viva ni
tan cómoda.
Me dejé llevar y me dejé traer, me dejé a su antojo; y me pilló totalmente
desprevenida cuando me felicitó el año nuevo y me besó. Los dos sabíamos a
partir de ese momento en el que nuestras lenguas se peleaban por tener el mando
que no iba a haber desayuno, al menos no uno convencional. No hicieron falta
más palabras; me dio la mano y echamos a correr mientras nos reíamos a
carcajadas de todas las personas que nos cruzábamos. Éramos libres, del todo.
Se lavó los dientes y se vistió. No dejé otro rastro que mis
medias rotas en el suelo y mi olor entre las sábanas. Se tumbó vestido y su
nariz me buscaba. Lana lo miraba y no entendía nada. Se puso bocarriba para que
la acariciase y empezó a ronronear. – Ni siquiera sé su nombre Lana… Lana
estaba disfrutando de las caricias y le daba igual lo demás; los animales
domésticos no piensan en el futuro ni hacen planes; no se torturan con el “qué
pasará” o el “qué habría pasado”. Ellos sólo se preocupan por el “ahora mismo”.
Me fui sin querer hacerlo y la verdad es que no llegué muy
lejos. Me senté en el descansillo de la escalera a pensar y a debatir conmigo
misma; a hacer todo lo que no había hecho hasta ese momento. Sensatez se había
despertado ruidosa aquella mañana y mi móvil también. Mi whatsapp estaba al
borde de la desesperación. Tenía demasiados interrogantes: ¿Dónde estás? ¿Con quién estás? ¿Estás bien? ¿Por qué no contestas? ¿Vas
a volverte con nosotras? ¿Sabes algo de Lucía?... y un largo etcétera; a lo
que contesté: Estoy bien, estoy sentada y
viva. No os preocupéis por mí. Me quedaré un par de días más aquí. Os llamaré
cuando llegue. Os quiero.
Se levantó de la cama de nuevo y desde el gélido escalón en
el que me había sentado escuché las primeras notas del I want to break free y ya no tuve que pensar más. Esperé allí
sentada hasta que abrió la puerta.
- ¿Quieres entrar?